Gerardo Serrano Rodríguez | 15 de agosto de 2019
Se cumplen 50 años de los conciertos de Woodstock, uno de los grandes símbolos de la cultura «hippie».
“Oh, and there we were all in one place, a generation lost in space, with no time left to start again” (“Oh, y allí estábamos todos en un único lugar, una generación perdida en el espacio, sin tiempo para volver a empezar”), cantaba el fantástico Don McLean en su inmortal canción e himno dedicado a toda una generación, American Pie.
Tarareo para mis adentros su maravillosa melodía mientras escribo estos párrafos y asimilo la idea de que ya ha transcurrido medio siglo del acontecimiento que McLean parece recordar en los versos con los que he abierto el artículo: Woodstock cumple 50 años.
Cinco décadas de aquel sobrecargado verano de 1969 en que tuvieron lugar sucesos tan dispares como relevantes para la historia, como fueron la llegada del hombre a la Luna, los espeluznantes asesinatos perpetrados por la Familia Manson y el evento que nos ocupa: el Festival de música y arte de Woodstock.
Tras un sinnúmero de contratiempos de la más diversa índole, entre los que se encuentran, por supuesto, los derivados de la logística y de la organización material, así como los de artistas invitados que debieron rechazar su participación, en su mayoría por motivos de agenda, el 15 de agosto de 1969 daba comienzo lo que se ideó como una gran fiesta de la música, pero que terminó por convertirse en uno de los grandes iconos, si no el mayor, de la contracultura hippie.
Artistas de enorme calado y trascendencia de la música popular del siglo XX, como fueron Janis Joplin, Jimi Hendrix (inolvidable su interpretación del himno americano a modo de eléctrico solo de guitarra o la destrucción a que sometió su instrumento durante su actuación), Creedence Clearwater Revival, Joe Cocker, Joan Baez, Crosby, Steels, Nash & Young, Santana o Grateful Dead, congregaron sus voces y sus instrumentos en una modesta granja del Condado de Sullivan, en el estado de Nueva York, el último año de aquella turbulenta década en los Estados Unidos de América.
Del evento en sí mismo pueden contarse muchas, muchísimas cosas. A modo de resumen, basta con decir que el festival de Woodstock se extendió desde el viernes 15 de agosto de 1969 hasta la madrugada del lunes 18; que las fuentes oficiales hablan de en torno a 400.000 asistentes (aunque medio millón de personas aseguran haber acudido a la fiesta, cosa bastante creíble: es sabido que muchísima gente logró evadir los a todas luces insuficientes sistemas de seguridad y control); que las entradas costaban 18 $ por los tres días del festival; que de no ser por el documental Woodstock. 3 Days of Peace & Music, dirigido por Michael Wadleigh y montado, entre otros, por el mismísimo Martin Scorsese, la organización de un festival de tales características habría supuesto colosales pérdidas económicas; que aquello fue un descontrol de «drogas, sexo y rock & roll» y que la juerga terminó por costarle la vida a tres individuos (si bien el saldo de nacimientos/decesos durante aquellos días puede ser observado como favorable para la demografía del momento).
No obstante, Woodstock no debe ser estudiado simplemente bajo la perspectiva material o artística, pues fue mucho más que un simple festival de música. Y no lo digo porque los artistas que aceptaron su participación en aquel evento del verano de 1969 fueron, posiblemente, una representación de los más grandes músicos de la cultura popular del siglo XX, no. Lo digo porque aquel fin de semana de juerga y música en una pequeña granja de Nueva York terminó por convertirse en el más grande icono de todo un fenómeno social como fue el de la contracultura hippie.
Terminó por convertirse en el gran símbolo, la gran fachada, de aquel movimiento juvenil que proponía vivir la vida bajo una pseudofilosofía que promulgaba la paz y el amor como poco más que un subterfugio para un enmascarado y desenfrenado hedonismo.
Un repaso musical que va desde el «rock» español de Leiva al sonido independiente de Vampire Weekend.